lunes, 26 de octubre de 2015

La celebración de Días de Muertos en México (Contexto histórico)

Proclamada por la UNESCO como patrimonio intangible de la humanidad (noviembre 2003), la celebración de los Días de Muertos en México es producto de un sincretismo religioso. Con dos raíces, la indígena y la española, conjunta elementos de ambas; sin embargo, esta celebración es una práctica social que se transforma en el discurrir del tiempo. Asimismo, las diferencias de las localidades donde se lleva a cabo marcan particularidades distintivas a la vez que identitarias.

Quizás el origen de la ceremonia de ofrendar a los muertos se ubique en China y Egipto, de donde fue tomada por los árabes en el siglo VIII y llevada a la Península Ibérica durante la dominación de los moros. Luego de muchas guerras y largos procesos de unificación entre los pequeños reinos de la península, así como de resistencia a las invasiones de visigodos y árabes, se logró la unidad y el establecimiento de la religión católica a finales del siglo XV. Así, aunque no exentos de la influencia árabe, los ritos funerarios que desarrollaron en la península se inscribían en los marcos del catolicismo. En las fechas de Todos Santos y Fieles Difuntos, consideradas como de culto a los muertos, se realizaban diversas actividades en las regiones de España.

George Foster dice que en Cataluña “se ofrendaba una flor pequeña y amarilla, la siempreviva, que recuerda al cempasúchil mexicano. En gran parte del norte de España (provincias vascongadas, norte de Castilla la Vieja, y Aragón), se llevaban a la misa ofrendas de trigo o de pan y vino para que recibieran la bendición, o se ponían directamente en las fosas. Parece que la costumbre no fue común en el sur y hoy día casi ha desaparecido en el norte. La creencia de que las almas de los muertos regresan a la tierra para compartir estos alimentos apenas se conserva hoy, aunque tal pensamiento se encontraba antaño tan firmemente arraigado en Asturias que, por ejemplo en Proaza, poca gente dormía la víspera de las benditas ánimas. La mayor parte de la gente no ocupaba sus camas para que las almas de sus parientes fallecidos pudieran descansar, si así lo deseaban, la noche de su visita a la tierra. La actividad tradicional de la víspera de los santos difuntos es la de doblar las campanas durante toda la noche. Los muchachos que las tocan, y en ocasiones los adultos, se calientan alrededor de una fogata, tuestan castañas y beben vino. En muchas aldeas del norte y del centro de España, los jóvenes van de casa en casa, pidiendo limosnas para los muertos, orando a veces por las almas de los difuntos de cada hogar donde hacen su petición. Las limosnas, en especie o en efectivo, se las entregan al cura, de quien esperan que les ofrezca, a su vez, la colación nocturna.

En Aragón, se alumbraba a los muertos con velas y se comían los “huesos de santo”, que eran dulces de mazapán en forma de tibias. Otra ofrenda de alimentos era el “pan de ánimas”, como se le llama en Segovia, claro antecedente del “pan de muerto” que se consume actualmente en México.

Aunque el culto a los muertos español no alcanzó las dimensiones rituales, místicas y de toda índole que tenía en otras culturas, como en la sociedad mexica por ejemplo, evidenciaba la importancia de la muerte en la vida cotidiana, hecho que se percibe nítidamente en el arte de la época.

Los conquistadores y colonos de la Nueva España provenían de casi todas las regiones de la metrópoli hispana, por lo que la diversidad de ritos en el culto europeo a los muertos, enriqueció el sincretismo novohispano. Tales costumbres tuvieron una amplia aceptación por parte de los aborígenes, al encontrar en ellas elementos semejantes a diversas prácticas prehispánicas. Esto ayudó a los evangelizadores españoles a implantar las ideas cristianas en los indígenas conquistados.

Al llegar los españoles a Mesoamérica, encontraron naciones con un ancestral culto a los muertos. Los hallazgos arqueológicos lo registran hacia el año 1350 a.C., en Tlatilco y Tlapacoya, con entierros flexionados, tumbas de lajas, materiales asociados y ofrendas ya suntuosas con posibles sacrificios humanos que infieren una conducta de tipo religiosa.

A lo largo de las 18 veintenas del año azteca se hacían varias celebraciones a los muertos, como lo muestran Graciela Gutiérrez y Javier Córdoba en el trabajo que aquí se incluye. Una de ellas, la del mes Quecholli, coincidía con la fecha de la religión católica, en noviembre. Por otro lado, destacaban otras dos festividades: Tlaxochimaco o Miccailhuitontli, es decir, fiesta pequeña de los muertos o fiesta de los pequeños muertos, y la otra, Xócotl Uetzi, también nombrada Hueymiccailhuitl, la fiesta grande de los muertos. La tarea de conversión católica propició que los diversos ritos del culto a los difuntos se concentrara en los dos días de la religión dominante, por ello la celebración de los difuntos se estableció en México el primero y dos de noviembre, primero la fiesta de los niños, y luego la de los adultos muertos, como en la tradición antigua.

Fuera de estas dos grandes celebraciones se rendía culto a los difuntos en otras ocasiones, aunque en cada una se celebraba a diferentes clases de ánimas. En la concepción mesoamericana del mundo, la existencia del ser después de la muerte no dependía de la manera en que se había vivido (como en la religión cristiana) sino de la circunstancia en que se había muerto.
El sincretismo de esta fiesta es palpable sobre todo en las piezas que integran una ofrenda, aunque también puede apreciarse en tradiciones que fueron parte de los ritos europeos del siglo XVI, y que encontraron eco en las costumbres prehispánicas, como el ofrendar regalos a los muertos, el visitar los panteones para compartir con los difuntos su efímero regreso y el trato especial a los niños fallecidos.

En la época colonial, del lado del pueblo las celebraciones seguían mezclando una buena dosis de tradición y creencias indígenas con elementos del catolicismo, lo que desembocaba en prácticas rituales y ceremonias poco ortodoxas que se percibían más bien como alegres fiestas u ocasiones de relajamiento.

A través de estas celebraciones el pueblo mantenía una cosmovisión propia, que el clero consideró en cierto sentido subversiva. Por ello, las autoridades empezaron a reglamentar las fiestas religiosas en los cementerios, para que éstas tuvieran "más recato y decoro", pues les escandalizaba la visita nocturna que hacían los deudos a las tumbas de sus muertos, con quienes convivían comiendo y bebiendo en exceso. Sin embargo, estas disposiciones nunca llegaron a aplicarse con eficacia.

En la época de la Independencia, la percepción y el culto de la muerte se mantuvo en función de la procedencia social y étnica de la población; los indios conservaron sus cultos tradicionales, con profusión de tibias y cráneos. Entre los criollos, la celebración de difuntos estaba más vinculada a la ortodoxia católica: una invitación al recogimiento, al recuerdo, a la plegaria, a los rezos. Las familias de recursos daban a sus sirvientes “la calavera”, es decir un obsequio en dinero; en los panteones las tumbas eran aseadas y adornadas con flores y velas, notándose más regocijo que pesar. En medio de los extremos, había un intenso proceso de fusión de costumbres. En esa primera época de México como nación independiente, en la capital del país se vendían calaveras y canillas de dulce y en el zócalo se comerciaban juguetes que representaban comitivas fúnebres, esqueletos y calaveras.

A mediados del siglo XIX, la celebración de la muerte adquiría un tono más festivo, se hacían los dulces típicos de calaveritas de azúcar, esqueletos de almíbar, muertecitos de mazapán y se preparaba el pan de muerto.

Durante el porfiriato, las costumbres fúnebres persistieron; el pueblo compartía el pan con los muertos, iluminando los caminos de altares y tumbas; la gente “bien”, imbuida de las formas de comportamiento modernas importadas de Europa, se alejó del espiritualismo de indios y españoles, dando un carácter banal a esta fecha. La comunión entre vivos y muertos, el día de consagración y memoria de los finados, se había convertido para la sociedad porfiriana boyante, en una ocasión para exhibirse. El pueblo seguía inundando los panteones y realizando ahí sus comidas en comunión con los muertos, tratando de complacerlos en el día que volvían a visitar a sus parientes. Los grupos indígenas o mestizos cercanos a esta raíz, siguieron haciendo grandes preparativos para el Día de Muertos: comida, bebida, flores, veladoras, puestos en tumbas y altares. Ya entonces se elaboraba gran cantidad de dulces: calaveritas de azúcar, dulce de tejocote, entierros de garbanzo, calabaza en tacha, dulce de chilacayote.

En la época de la Revolución florecieron las “calaveras”, cuyo antecedente quizá lo podamos encontrar en los panegíricos funerarios traídos por los españoles, mismos que tuvieron su auge en la Colonia, pero lograron pervivir hasta fines del siglo XVIII entre la elite ilustrada. Cuando inició el fervor revolucionario, esos panegíricos fueron criticados por pedantes y ridículos, y se vieron transformados en sátiras a personajes políticos y otras personalidades que gozaban de popularidad.
La frivolidad, la fiesta, las tradiciones, la religiosidad y espiritualismo se fueron mezclando hasta alcanzar buena parte del carácter que percibimos hoy en esta fecha. Actualmente, podemos observar las variantes de esta magnífica fiesta en diversos estados de la República, ya que las tradiciones de cada pueblo varían como resultado de la memoria histórica, de los factores económicos, sociales y de los recursos naturales propios. Estas diferencias van, desde la forma de colocar las ofrendas y el tipo de alimento que se prepara para los difuntos, hasta la disposición de cada uno de los objetos utilizados.

En la región central de México esta celebración se realiza, en las regiones campesinas, cuando está concluyendo el ciclo agrícola. Esto hace suponer que el acto no sólo se limita a rendir culto a los muertos, sino también a las plantas cultivadas que están por finalizar su periodo de vida para renacer al año entrante. De esta forma podemos decir que hay una concepción colectiva de que la muerte biológica es un medio para permitir el desarrollo de nuevos individuos que perpetúen la especie y recuerden a los muertos. Por otra parte la renovación de los lazos de parentesco efectuada durante el festejo se convierte en un mecanismo que fortalece la cohesión y reafirma la identidad para evitar la muerte social del grupo. De esta manera, dicha celebración es un medio a través del cual la familia y la comunidad que la realiza arraigan el presente con su pasado para proyectarse hacia el futuro.

Según los estudios de Catherine Good, los nahuas dicen que “Los muertos trabajan junto con los vivos en la agricultura y benefician directamente a la comunidad al controlar la lluvia y la productividad de las plantas y la tierra. Los muertos pueden traer el viento y las nubes cargadas de agua y hablan directamente con los santos, los dioses y Tonantzin para que ellos manden la lluvia” , por lo que los muertos son esenciales para la fertilidad en general.

Naturalmente, las variaciones en la celebración del día de muertos responden a la historia y las circunstancias propias de cada localidad. En contextos más urbanos, el ritual de convivir con los muertos tiende a desacralizarse. Marta Turok observa las transformaciones ocurridas después de la segunda mitad del siglo XX, en las tradiciones de pueblos, como Mixquic en la ciudad de México, o la isla de Janitzio en Pátzcuaro, Michoacán, donde el fervor se mezcla con el turismo masivo. Los habitantes de estos lugares han aprendido, paulatinamente, que también es negocio conservar la tradición.

En el ámbito de la expresión artesanal popular y del montaje de ofrendas, opina Turok, se produce una explosiva resemantización que convierte el culto a la muerte en un culto al espectáculo. La artesanía ritual se convierte en arte popular decorativo, para ser coleccionado y exhibido.
La ofrenda también ha cobrado nuevos valores: se ha convertido en un símbolo por excelencia para artistas y para el sistema educativo. Por una parte deviene en instalación artística y en performance, y es llevada a museos y centros culturales de México y otros países; por la otra se convierte en las escuelas en un medio de reafirmación de los valores culturales de México, para contrarrestar al anglosajón Halloween.

 EHECATL-QUETZALCOATL MICTLANTECUHTLI

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